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Hohkönigsburg

Un cuerno resonó a lo lejos y su gemido se extendió por toda la ladera. En el valle, los tambores de guerra lanzaban sus advertencias. Era un ritmo constante, penetrante y tan sumamente asfixiante que el corazón sentía la necesidad de chillar, hasta romper con cada uno de sus latidos. Zora se tapó los oídos, tratando de que la horrible melodía no impregnase su ánimo, ni le robase la fuerza que necesitaba para seguir caminando.


La tormenta, envidiosa de la canción que se deslizaba por el bosque, escupió toda su furia, convirtiendo la lluvia en un nuevo enemigo al que batir. Furiosa, las gotas golpeaban en todas las direcciones, desdibujando el sendero que debían seguir. Tass encabezaba la marcha y, al fondo, rasgando el ulular desesperado de una lechuza, la voz de Patas Largas llegó como un murmullo perdido en la lejanía.


Zora miró hacia atrás, tratando de encontrar la silueta de Hohkönigsburg entre la foresta, pero lo único con lo que se toparon sus pupilas fue con los ojos tristes de Bel que, tras ella, se obligaba a no sentir miedo. La fortaleza de piedra, encajonada en las montañas de Los Vosgos, agonizaba lentamente. Devorada por las llamas, sus muros se deshacían con la misma facilidad que lo hacía un pergamino besado por el fuego.


Llevaban siete días viajando, cuando, la presencia de Hohkönigsburg y la seguridad que ofrecía su enclave, resultó demasiado atractiva como para ser ignorada. Comida caliente, un techo bajo el que descansar y un baño para combatir el cansancio acumulado. Pero... El descanso solo duró una noche. Una noche dulce eso sí, de canciones, anécdotas y vino en abundancia. Una noche divertida, de esas que nacen para ser recordadas y no dormidas. Una noche en la que, al otro lado, a los pies del castillo, una horda de salvajes esperaba la llegada del Sol, para comenzar su masacre.


Tass y Patas Largas eran Carontes, guías fronterizos cuya misión era facilitar el paso de mercancías de dudosa procedencia, a través de senderos olvidados, ruinas de castillos con poca memoria y cabañas ocultas en el bosque. Sorprendidos en medio de aquella guerra, se habían topado, por casualidad, con un singular grupo formado por nueve mujeres y dos hombres. El atardecer de su encuentro, los Carontes caminaban despreocupados entre la foresta, cargados con petates llenos de provisiones sustraídas, con demasiado disimulo, de un campamento salvaje. Y, de pronto, en el epicentro de un claro se cruzaron con una arquera, dos escribas, tres curanderas, una sacerdotisa, una hechicera, una noble de alta cuna, un cambiapieles y un mago. Una extraña comitiva que, unida y olvidando sus diferencias, podría hacerse lo suficientemente fuerte, como para resistir un viaje con destino desconocido.


Alto y espigado, Patas Largas vigilaba la retaguardia y, con suma delicadeza, que el Mago nunca se quedara atrás. Bajo el sol y la calma, había amenizado las marchas con miles de anécdotas de sus viajes y chascarrillos divertidos, rompiendo el silencio que acompañaba a las subidas en los terrenos más abruptos. Y, cuando las estrellas formaban constelaciones sobres sus cabezas y la lumbre del campamento le robaba las sombras a la noche, evocaba con orgullo el calor del hogar, la sonrisa de su mujer y las risas de sus hijos.


Sin embargo, Tass tenía espíritu de rastreador. Su alma parecía estar ligada al bosque y la montaña, como si, a través de finos hilos invisibles, su corazón estuviese unido al palpitar de la tierra. Y esta, a su vez, le dejase mensajes cifrados en la corteza de los robles, el verdor de los helechos o las encrucijadas de piedra. Confiados, sus pies parecían conocer todos y cada uno de los caminos del mundo y, ante la duda, obtenía respuestas en una sabiduría ancestral heredada de sus antepasados. Atento a todo lo que sucedía a su espalda, era capaz de distinguir un resbalón, un saltito o una torcedura, tan solo por el sonido de las botas al friccionar contra la tierra, sin tan siquiera girar el rostro.


Lentamente, a medida que se alejaban del hedor a carne chamuscada, miembros cercenados y sangre convertida en charcos sobre exquisitas alfombras, el diluvio comenzó a aplacarse. Gota a gota, las lágrimas que el cielo había dejado caer empezaron a suavizarse, hasta que un tímido arco-iris se presentó ante ellos, mostrando bajo su arco la impresionante mole de una vieja torre de vigilancia.


- ¡Vamos! ¡Qué ya queda poquito! ¡Podremos refugiarnos allí!


La voz de Tass sacudió el cerebro de Zora, rasgando sus pensamientos como si de un cuchillo afilado se tratase. Parecía que había pasado toda una eternidad desde que, al amanecer, el rugir de las espadas les despertase de forma brusca y apremiante. Sin apenas tiempo para recoger todas sus pertenencias, Patas Largas les había obligado a correr hacia un pasadizo oculto, bajo una trampilla en las cocinas, y que, de forma habitual, era usado por los Carontes en sus secretas rutas comerciales. Así, a la carrera, con la respiración entrecortada y la Huesuda blandiendo su hoz sin distinguir a amigos de enemigos, habían logrado escapar de Hohkönigsburg.


Zora sonrió por primera vez en aquel día. Fundidos entre las nubes negras, los colores del arco-iris se convirtieron en un augurio esperanzador. Y, con él, la certeza de que la vida les ofrecía una nueva oportunidad. 



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